sábado, 5 de septiembre de 2009

Tratado sobre la muerte del ángel

Nació ayer.
El día inaugural,
el segmento simple.
Breve día.

Premonición...
Acento ducho...
Acechanzas –ha arrojado.
Amenaza muda, sombría.

Muerte hacia el futuro de los que han sido alguna vez.
Muerte del presente de los que de poder no han sido.

N o -e s- n a d a.

Viene y se persigna frente nuestro.
Lleva en su mano
el Pater Noster.
Habla del oráculo,
de su necesariedad,
de las efigies de Egipto,
del azar y la rupia;
de los designios causales.

Habla de la aventura del cautiverio.
Habla de lo inexplicable.
Habla de manjares vacíos
y de estómagos prominentes.

Habla del ritual de la salud
y la aspirina.
Habla de la higiene mental y
de la cura de sueño.

Habla del miedo. Del terror a estar solos
-alguna vez-
sin la voz materna,
sin la caricia de aquél que engendró,
o el amor del hombre que
fiel al tiempo es uno,
de los honores del cuerpo
a través y dentro de él.


Habla del incesto,
del conjuro a la nostalgia,
-presos de la enfermedad
de lo insoportable,
de la pérdida,
del juego que antaño
hacía alegres a muchos.

Ellos escuchan.
Ambos en su paso
procurando desviar la cornisa.
Será otro el principio.

Trinos se oyen por ahí.
A lo lejos, el vuelo del niño.

ELLOS

Ellos
Alguien se retrajo al mirarla de cerca.
No pensaba ni creía.
Las gotas transmigraban en la esencia del viento
azotes turbulentos de miradas sombrías.

Alguien -se diría- que al mirarla de cerca
cualquiera en un momento, impronta de un lugar,
afirmaría al irrupto infrigir de su hombría
las salidas tardías del intenso temporal.

No faltaban al mármol de su aire impetuoso
promiscuos laberintos de tierra y de fuego;
elemento del agua, que viva fluye y corre,
elemento del tiempo que fracciona el regreso.

No buscaba ya riñas a los alrededores
flanqueaban sus orillas ardides austeros,
referentes de olvido que en edades tempranas...
desvarío casual de los giros eternos.

La miraba de cerca -como entonces decía-
penetrando un submundo de compuertas abiertas
los detalles del cuerpo asomaban al aire
y la vista y sus manos aguardaban serenas.

Y el arrojo del tacto en su cuello despierto
y el placer de unos besos en la oscuridad
y la lluvia insinuante elevando sus rostros:
dos efigies, dos monstruos, dos llamados a amar.

Las antiguas liturgias de los centros lejanos
los constantes desdeños a los mitos de entonces
las insignes victorias de los retos velados:
cotidianos andamios despojados de voces.

Con las horas, el estío -reposo de lluvia-
brilló, al brillar la primera madrugada.
Ellos dialogaban. No había voz. No había rezos.
Ellos eran dos. Eran uno. Eran todo. Eran nada.